Manila, la ciudad, debe ser enorme y desbordante; Manila, el libro de Ricky Dávila, es enorme y desbordante.
Comienzo, simplemente, observando con detenimiento la fotografía de la portada, donde un joven luchador, con su ingenuo bizqueo, parece transmitirme la identidad de una tierra y unas gentes: jóvenes, sensibles, inocentes, endurecidos, ….
El formato del libro invita a la quietud, a disfrutarlo detenidamente junto, por ejemplo, al silencio de una mañana de un domingo lluvioso.
Un libro en blanco y negro, como todas sus fotografías, que nos regala algo de color, amarillo, en el lomo de la portada y en las guardas del mismo. Un amarillo manila que, como no podía ser de otra manera, nos introduce en una obra madura que destila ese amarillo manila propio de la piel del limón maduro, de la flor del diente de león, de las abejas o del oro.
A partir de aquí, tras un prologo delicioso de Alberto García-Alix, la magia del movimiento para descubrir y exponer la visión de una ciudad, quizás, ignorada en el objetivo de un fotógrafo curtido.
Retratos, escenas en movimiento, calles, niños, prostitutas, violencia y todo aquello que a Dávila le sugiere sabor a una ciudad desgarrada y sobre todo desigual.
Quizás me confunda, interprete mal lo contado y fotografiado por Ricky Dávila; quizás sea una errónea interpretación, pero es la mía.
Lo que sin ninguna duda interpreto y afirmo es la magnitud y belleza de “Manila”; un libro inmenso de un fotógrafo que, como afirma García-Alix, toma fotos con rapidez y seguro de sí mismo.
¡Gracias, Ricky!