Éramos chavales de poco más de diecisiete años; era el final de la década de los setenta del siglo veinte.
Nuestra vida, fuera de casa, transcurría entre el instituto o la universidad, entre los bares y el Paseo de San Francisco, además de los múltiples lugares donde pudiera existir vida cultural.
Por nuestras venas circulaba la vida a raudales; pretendíamos cambiar el mundo y acabar con las formas arcaicas de un país subyugado por los vencedores de una guerra civil.
Y en eso estábamos: entre libros y discos, entre conciertos y fiestas, entre charlas libertarias y manifestaciones, entre San Francisco y los bares, ….
Y en esos bares, por ejemplo, en el Pichi en la calle Zurbarán, apurábamos nuestras pocas pesetas en aquellos históricos y memorables “capeones” y “macetas” de rica cerveza.
Vicente y Pepe, los dueños del Pichi, apagaban y regaban con cerveza nuestro afán de vivir, de vivir mejor.
Y allí, entre cervezas y pepinillos, aparecía de vez en cuando un personaje carismático y singular; me refiero a Toto Estirado.
Su figura, alto y desgarbado, a veces nos perturbaba y a veces nos alegraba.
Él, con su sinceridad, venía a compartir nuestra alegría y nuestra cerveza. Nuestra respuesta, según nuestro estado económico, era de aceptación o de rechazo.
Aquel personaje, Toto Estirado, era para aquellos jóvenes de poco más de diecisiete años la imagen de la libertad. Pura acracia representada en la pintura y en la libertad de expresión que a veces disparataba en los más beligerantes extremos políticos.
Pintaba, toreaba, hablaba de cine, de literatura y de todo aquello que le viniese a su ocurrente cabeza.
Y comenzamos a crecer, a hacernos mayores. También Toto Estirado. Y cada uno fuimos encajando en el engranaje que nos tiene reservado el destino.
Y Toto iba y venía. Aparecía y desaparecía. Y un día, desgraciadamente, nos dejó huérfanos de su bohemia.
De esa forma comenzó el mito Toto Estirado; el mito de un personaje singular al que admirábamos o temíamos a partes iguales (siempre en función de sus cambios de humor).
Ayer, ya con poco más de sesenta años, le rendimos homenaje presentando el libro "Toto Estirado, notas e imágenes de un poeta confuso", una hermosa aventura editorial de Serie Gong y El Paseo.
Y hablamos de un hombre polifacético, poliédrico, multidisciplinar. Pintor, torero, actor, … y, sobre todo, hombre que se bebió la vida a tragos largos. Y lo homenajeamos con la palabra de gente que lo vivió: Manuel Sordo (padre e hijo), Lolo Iglesias, Manolo Cáceres, Gonzalo García Pelayo, Luis Píriz, Sixto Barroso o Javier Tejeiro.
Aparecieron mil y una anécdotas de una vida trufada por la creatividad y la turbulencia de una personalidad libre y apasionada.
Y nos hablaron de sus “dotes medicinales” al curar a Jesús de la Rosa, líder de Triana, o a su madre con “pócimas mágicas". Parece ser que, en el caso de Jesús de la Rosa, de esa curación surgió el tema “En el lago”.
Y ahora ya no somos unos chavales de poco más de diecisiete años. Somos, los que vamos quedando, señores de poco más de sesenta años. Pero, quizás, solo quizás, continuamos pretendiendo cambiar el mundo y acabar con las formas actuales de un país subyugado ahora por los hijos y nietos de los vencedores y de los vencidos de una guerra civil.
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