Siempre he admirado o sentido envidia sana de aquellas personas que manifiestan que su amor a los libros y a la lectura procede de aquel padre, abuelo o familiar que mantenía una magnifica biblioteca a la que él, de alguna manera, tuvo acceso.
Recuerdo leer en un artículo de Pérez Reverte como a menudo algunos padres le piden consejos sobre cómo hacer que sus hijos acaben siendo lectores; a lo que suele responder que no sabe nada de pedagogía, aunque sí de lectura, pues empezó a hacerlo de muy pequeño, al tener la suerte de crecer en una casa con una biblioteca grande.
De esa forma, seguramente Pérez Reverte como aquellos privilegiados en su infancia, les gustaba escudriñar las paredes forradas de libros de las bibliotecas, mirar sus lomos y perderse entre las filas y columnas que aquellos forman, con la curiosidad de un niño.
Mi caso no fue así. Eso sí, nunca faltaron las enciclopedias y algunas colecciones de clásicos de la literatura universal.
Y cuando necesitábamos, mi hermano o yo, echar mano del saber enciclopédico: allí estaban recias y dispuestas la Sopena, la Facta, la Salvat… Nunca la Wikipedia o el socorrido Internet.
Y así fueron pasando los años de mi infancia y adolescencia, entre libros de texto, enciclopedias y algunas colecciones como la añorada Biblioteca Básica Salvat de Libros RTV; una colección singular en el mundo por su lanzamiento y tirada, que constituyo una aportación decisiva para difundir la cultura y para promover el libro en España.
Y llego el final de mi adolescencia y con ello mi llegada al instituto, concretamente al Instituto Zurbarán de Badajoz, y con ello un nuevo mundo de ideas y sensaciones.
Allí conocí y tomé razón de sus enseñanzas de profesores como Ricardo Puente Broncano, Javier González Teixeira o Rosario Sánchez Mera. Con ellos llegará, junto al momento social y político que vive España, mi inmersión en el mundo de los libros.
Es una edad para discrepar, para llevar la contraria. Todas las verdades absolutas son nefastas, y lo primero que habría que hacer con los niños en las escuelas es enseñarles a revisar todo lo que les enseñan. Habría que decirles que a lo mejor lo que han heredado en casa, en la calle, en los púlpitos, es mentira. Habría que enseñar a dudar de todo. La formación de la personalidad no puede dejarse al albur de la espontaneidad y la incertidumbre. El joven necesita un maestro, guía que le ayude a descubrir el sentido unitario de las cosas. Sólo la autoridad (en el sentido de aquello que nos ayuda a crecer), al inspirar en el joven un criterio cierto, puede crear en él un interés sincero por la confrontación con otros criterios. Así se forman los espíritus verdaderamente abiertos y libres.
Mi afición a la lectura o mejor los recuerdos de un chico con sueños en la cabeza y libros bajo el brazo, podrían comenzar de la siguiente forma…...
La pasión por el libro, por la lectura, que me recorre en mis años de adolescencia la expreso con este retazo de un artículo de Arturo Pérez Reverte: “En una mesa cercana hay un muchacho que lee un libro. Tiene unos diecisiete o dieciocho años, está solo, y llama la atención porque no es frecuente encontrar lectores en este paraje. Está concentrado en las páginas, y de vez en cuando cierra el libro y se queda mirando la plaza sin verla, con la expresión de quien permanece ajeno a cuanto ocurre ante sus ojos. Con esa mirada ausente que todo lector conoce como propia: la de quien se detiene en el acto de leer, pero no interrumpe la lectura, sino que sigue inmerso en las imágenes o las ideas que el libro suscita. Uno de los camareros pasa por mi lado y sonríe dirigiéndole una mirada de simpatía al muchacho, como si dijera: ahí tiene usted a un potencial cliente, o por lo menos a un colega devorador de letra impresa”.
¿Qué cómo llego a la lectura? A esta pregunta, podría contestar que desde varios frentes o caminos: mis amigos, mi casa o simplemente mis reflexiones. Mis amigos, porque con ellos tengo el tiempo suficiente para intercambiar opiniones y formas de ver la vida, la vida de un muchacho que comienza a vivir o sentir los problemas en su propia carne. Mi casa, porque en mis primeros años de vida, mi familia, como todos los miembros de aquella sociedad educada, reunía una biblioteca propia, más o menos copiosa, con las obras literarias que se ofrecían al público, juntándose con otras que ya venían estando ahí desde años atrás. En las estanterías de mi casa figuraban entre ellas, lo recuerdo bien, volúmenes de prosa y de poesía: Unamuno, Pérez Galdós, Delibes, Bécquer, Poe, Goethe o Shakespeare. Al alcance de mi mano, digo, tuve en aquella época temprana de mi vida todas aquellas novelas u obras de la literatura, y la verdad es que desde mis años más tiernos solía venir haciendo incursiones imprudentes en las estanterías de mi casa para husmear en ellas. Con una mirada de irónica benevolencia hacia tan remoto pasado, recuerdo ahora cómo suplantaba con los libros de este género a los insufribles manuales de matemáticas o geografía que estaba obligado a estudiar. Y por supuesto, de mis reflexiones, verdadera coctelera donde recogía analizaba, estructuraba y ordenaba todas y cada una de mis vivencias y pensamientos, que me impulsaban posteriormente a una lectura sosegada.
Jean Paul Sartre (1905-1980) ha sido el intelectual por excelencia, el hombre capaz de pensarlo todo, de saber de todo, de tener una opinión, sobre todo. Es el padre del existencialismo, pero detestaba a los existencialistas, se enamoró del cine, pero nunca quiso que los otros adaptasen sus obras al cine. Sartre era demasiado rico y contradictorio como para dejar que sus errores flagrantes devoren sus aciertos discretos. Sartre quiso que su obra tuviera la coherencia de un sistema, hizo vivir a sus personajes de ficción los dilemas filosóficos que animaban su reflexión teórica. Pasó gran parte de su vida renegando de su maestría literaria, pero en La Náusea ésa era deslumbrante. Como escritor era excelente. Bizco, feo, seductor, drogadicto, alcohólico, pontificante, comunista, fumador………Sartre fue irrepetible e imprescindible para mi formación. Mi acercamiento se produjo de la mano de mis estudios de bachillerato: un comentario de su libro La Náusea hizo lo demás.
Max Aub (1903-1972) ha sido “un escritor sin lectores”. Empezó a escribir dentro del espíritu vanguardista de su generación, la del 27, y persistió en el trabajo hasta su último aliento. En ese tiempo se produjeron cambios drásticos tanto históricos como sociales y estéticos. Aub reflejó en su escritura esa deriva con nitidez. La guerra fue el suceso crucial de su vida del joven comerciante con inquietudes artísticas. Se puso de parte del gobierno legal (al frente no pudo ir por miope) y el triunfo de los sublevados lo expulsó al exilio, al campo de concentración y a México hasta la muerte. Gratos recuerdos conservo de su prosa, que me abrió los ojos al mundo que pisaba.
Juan Marsé (1933- ) es una de mis referencias de juventud. Cuanto he disfrutado con sus novelas, eran auténticos libros de cabecera. Hoy puedo apreciarlo, en las fotos o en los telediarios, como un viejo león, con su cara de boxeador curtido, peripuesto de chaqué, corbata, chaleco y pantalón rayado y siempre fiel a sí mismo: independiente, bravo y un poco chuleta, sin cortarse un pelo ante nadie. Ha sido siempre un francotirador de la literatura, poco interesado en formar parte de movimientos o grupos. Su principal objetivo ha sido el contar la memoria de la supervivencia, plasmando en personajes y en sus tramas las esperanzas, las derrotas, frustraciones y sueños que configuran íntimamente al ser humano. Esa capacidad de transmitir sensación de vida mediante el choque entre la realidad y los deseos, el uso de la ironía y la creación de un territorio literario basado en los barrios de El Carmel y el Guinardó en los que transcurrió su infancia, lo han convertido en un escritor clásico de mi tiempo.
Uno de los comentarios más nefastos divulgados por la moderna pedagogía consiste en afirmar que a tal o cual edad conviene la lectura de tales o cuales libros. Esto, aparte de garantizar el negocio a las editoriales que se dedican a la comercialización de la llamada ‘literatura infantil y juvenil’, que ya amenaza con convertirse en plaga, ha servido para estabular la curiosidad de niños y jóvenes. Yo más bien pienso que en estos pasajes inaugurales de la vida conviene leer aquellos libros que parecen menos acordes con nuestra edad; porque son precisamente estos libros los que expanden nuestra mirada sobre el mundo, abriendo una veta a horizontes insospechados. Una de las experiencias más demoledoras y gratificantes de mi adolescencia me la procuró la lectura de Crimen y castigo, la novela inmortal de Dostoievski, que acometí con 17 años. Sufrí mucho leyendo Crimen y castigo. Aquel rusazo me hablaba de padecimientos espirituales que yo ni siquiera sospechaba, me pintaba personajes conmovedores y lacerados que exponían a mis ojos las llagas de su humanidad doliente, arrojaba sobre mis hombros un fardo de pesadumbres y expiaciones del tamaño de un planeta. Ningún moderno pedagogo recomendaría a un chaval la lectura de Crimen y castigo a los 17 años; pero ésa es, precisamente, la edad a la que hay que leer Crimen y castigo. Con veinte, treinta, cuarenta o cincuenta años uno podrá seguramente entender mejor las tribulaciones de Raskolnikov y disfrutar más deleitosamente de las excelencias de la escritura de aquel rusazo genial y epiléptico, pero la herida que deja Crimen y castigo a los 17 años, el vendaval de perplejidades y angustias que introduce en los aposentos del alma a esa edad es irrecuperable más tarde. Uno puede leer Crimen y castigo a los cuarenta años y seguir siendo el mismo hombre; si lo lee a los 17 se convierte, por pelotas, en un hombre distinto.
Y así podría continuar, lo realizaré en algún momento, escribiendo sobre los libros y su magnifico mundo.
Terminado el sentido comentario con un párrafo rotundo, que podría ser: “Todo está en los libros, además desde hace varios miles de años. Estos pequeños objetos, llenos de páginas numeradas y letras, no solo actúan como una memoria, sino que en muchos casos también tienen el poder de mejorar la calidad de vida de los lectores. El hábito de la lectura enriquece a toda persona que se adentra en sus aventuras, en sus investigaciones, en sus postulados y en sus letras y códigos”.