miércoles, 5 de agosto de 2015

Viajar: escuela de vida

Algún día tendré que ponerme en serio a recuperar esa manera tan particular de conocer la vida que mis padres nos inculcaron a través del viaje.

Mis padres tenían una buena costumbre con nosotros, sus hijos: viajar periódicamente y darnos a conocer lugares y personas distantes de nuestra localidad. De esa manera pudimos conocer lugares como las provincias de Sevilla y Huelva, la sierra de Gredos, Ávila, San Lorenzo del Escorial o El Valle de los Caídos.

Cuando la gente de provincia viajábamos a Madrid, un día quedaba reservado para la excursión al Escorial y al Valle de los Caídos. Comencé muy adolescente, a los 13 o 14 años, haciéndoles compañía a mis padres y hermano. 

La gente iba entonces al Valle de los Caídos por el mismo motivo que iba al Escorial, porque era lo que hacía uno cuando viajaba a Madrid, y porque una parte del viaje tenía misteriosamente que consistir en extenuarse recorriendo espacios monumentales que pertenecían al mundo de lo histórico.

Después de los fúnebres laberintos del Escorial, al Valle de los Caídos se llegaba ya cansado. En pocos sitios se ve con más claridad la mezcla de necrofilia y delirio de grandeza que está en la raíz del fascismo: el culto de la fuerza bruta y de la muerte. A esas edades, y más aún en aquella época, el tiempo de la propia vida contiene tal densidad de aprendizaje que al cabo de unos pocos años uno ya es otra persona. En uno de esos viajes, el del Valle de los Caídos, Franco estaba muerto y España empezaba a ser otro país, y yo era casi un universitario que viajaba en coche con mi familia por aquellas carreteras secundarias de la sierra aprendiendo a ver y observar la vida de otra forma.

Pero ya lo he comentado: algún día tendré que ponerme en serio a recuperar esa manera tan particular de conocer la vida que mis padres nos inculcaron a través del viaje…………….. Mientras abordaré lo que he vivido y disfrutado en los últimos días; eso sí, recordando con agradecimiento y ternura lo que nuestros padres nos enseñaron: que el viajar es una escuela de vida.

Julio estaba terminando, arrasando nuestro cuerpo con sus elevadas temperaturas, cuando decidimos, mi mujer y yo, realizar una escapadita por algunos lugares de nuestro interés.

Nuestro primer destino es la ciudad de Cuenca, una ciudad cercana y merecedora de una visita obligada. 


Patrimonio de la humanidad, es recoleta y hermosa. De un tamaño aproximado a Mérida. La impresión, después de una jornada viviéndola, es gratificante. Monumental, bien cuidada, limpia y con mucha historia. Cuestas y más cuestas, escalones y escaleras son su seña de identidad. Su posición geográfica, entre dos tajos en la tierra, la predisponen a esa orografía ciudadana tan escarpada.

El calor, como en toda la península, es importante. Pensaba, en mi ignorancia, que más hacia el norte e interior tendríamos otras temperaturas. Pero no, soportamos algo próximo a los cuarenta.

Me ha gustado sobremanera la plaza con su catedral, casas de colores y ayuntamiento. También, no podría ser de otra forma, la vista espectacular de las casas colgantes y la de los tajos.

Una ultima cosa para el recuerdo, el olor a higuera de algunas calles.

Nos hospedamos en el hotel Leonor de Aquitana, una antigua casa palacio del siglo XVIII que esconde este pequeño y correcto hotel.

A la mañana siguiente a nuestra llegada, la plaza Mayor, un lugar para perderse sentado en una terraza desde donde admirar su barroco Ayuntamiento, la inmensidad de la Catedral o el colorido de sus fachadas, será, junto a un abundante desayuno, el lugar de despedida de la ciudad. Partimos hacía nuestro próximo destino: Benicarló.

Trescientos kilómetros por una más que aseada carretera que se introduce por hermosos bosques nos llevarán a Benicarló, un municipio de la Comunidad Valenciana, situado en la costa norte de la provincia de Castellón y con una población de algo más de veintiséis mil habitantes.

Nuestro hotel se llama Sol. Decir sobre el mismo que ha sido como estar en casa, cómodo y limpio, con un gran desayuno casero que prepara Dora, su amable propietaria.

El calor que nos acompaña durante el viaje se va a transformar en potentes tormentas que asolan las poblaciones que visitamos: Peñíscola y Benicarló.

 
La ciudad de Peñíscola, a pocos kilómetros de Benicarló, se encuentra en un punto privilegiado del Mediterráneo. El turismo, las superficies forestales y los cálidos cultivos mediterráneos, entre los que no faltan el naranjo, el olivo y el almendro, son el sustento de su economía. La ciudad antigua, coronada por la que fuera morada del Papa Benedicto XIII, un castillo-fortaleza del siglo XIV, ocupa un imponente peñón que se alza 64 metros sobre el azul del mar; está unido a tierra por un cordón de arena que tiempo atrás era barrido por las olas durante los temporales, transformando a la ciudad en una efímera isla.

Benicarló es ciudad moderna y pueblo marinero al mismo tiempo, un lugar ideal para descubrir el carácter mediterráneo de la zona. Visitar Benicarló es una experiencia que nos lleva por el esplendor de sus huertas insaciables de productos y una intensa vida marinera. 

Trescientos setenta kilómetros que discurren por la transitada AP-7 mediterránea nos llevarán a nuestro nuevo destino, Rosas. Buscamos disfrutar de la impresionante Costa Brava y del arte del genial Dalí.

Nos hospedamos en el hotel Marina, un hotel familiar, fundado en 1926, que se sitúa en primera línea de mar, un lugar incomparable, en pleno corazón del municipio de Rosas y con vistas maravillosas sobre el mar y la ciudad; un lugar excelente que nos servirá de base para visitar Cadaqués, el Cabo de Creus o el Museo Dalí en Figueres.

Cadaqués siempre ha sido un auténtico pueblo de pescadores, un sitio estupendo para ir en familia y uno de los lugares más interesantes de la Costa Brava: con una ubicación pintoresca, aguas cristalinas, antiguas casas encaladas y calas tranquilas casi vírgenes.


El Cabo de Creus es otra visita obligada, una experiencia inolvidable. Su belleza geológica fascina por su singularidad y es un lugar idóneo para pasear, hacer senderismo o ciclismo. También, por supuesto, un lugar para dejar volar la imaginación.

El Teatro-Museo Dalí de Figueres es un museo dedicado enteramente al pintor Salvador Dalíí. El artista legó en su testamento una enorme cantidad de obras de arte al Estado español, que se repartieron entre este museo y el Museo Reina Sofía de Madrid. El artista se ocupó personalmente del proyecto del museo, tanto es así que en el interior del complejo está su tumba.

Y así, entre visitas a distintos lugares, discurrirá nuestro tiempo en la Costa Brava; un lugar para venir con mucho tiempo y “patearla” en profundidad. ¡Ya tengo tarea para el próximo año!

Tras dos días de residencia en Rosas, comenzamos el regreso a casa, con visitas a la hermosísima y culta Girona y a la despoblada Lleida (eran las tres de la tarde de un dos de agosto). 


Pernoctamos en Madrid, donde cenaremos en Naia, un lugar de cocina creativa de mercado en un local de atmósfera íntima y muy bien atendido, en la Plaza de la Paja. 

Fin de esta nueva aventura en esta escuela de la vida llamada viaje. 

¡Gracias padres!

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