martes, 8 de septiembre de 2020

Sobre la génesis del jazz en Badajoz

En diversas ocasiones me han preguntado por el origen de la música de jazz en la ciudad de Badajoz. Preguntas sobre el porqué de algo difícil de explicar y que solo una concienzuda investigación me ha permitido conocer y narrarles lo que a continuación escribo.

 

Lo fácil u obvio sería contar que algunos jóvenes aficionados a la música, especialmente al jazz, habían tenido la idea de fundar alguna asociación y en torno a la misma lanzar el festival que hoy supera las treinta ediciones.

 

Pero no, así no fue la historia real; por ello se hace más que necesario dejar por escrito la génesis del jazz en la ciudad de Badajoz.

 

Sitúense en una calurosa mañana cualquiera de un verano de la segunda década del siglo veinte y saboreen lo que ahora les cuento.

 

Aquella mañana, María, se había levantado muy temprano, prácticamente al amanecer. Sus padres, como de costumbre, le pedían que ayudara en casa todo lo posible; le decían que su aportación era imprescindible en una familia unida y con un gran lastre por lo numeroso de sus miembros.

 

Para una chica joven como ella, el madrugar era complicado y algo parecido a una empresa costosa y de difícil compromiso. Pero su buena cuna y el cariño hacia su familia podían con ese pequeño inconveniente de la somnolencia.

 

Además, pensaba que no existía mal que por bien no viniera: el madrugar le permitía saborear y disfrutar del frescor de las mañanas tras las intensas y sufridas noches que asolaban los veranos de Badajoz. Unas noches en las que, entre otras tareas, podía disfrutar de una de las grandes aficiones de la familia: el cante y el baile flamenco.

 

Badajoz, ciudad rayana con Portugal, era conocida por sus intensos veranos; veranos sofocantes durante del día e irrespirables durante la noche.

 

Por eso, para María, poder disfrutar del frescor de la mañana de su querido barrio alto y de su irrepetible plaza alta era un auténtico placer; todo ello con independencia del madrugón y de las intensas tareas domésticas que le esperaban.

 

Aquella mañana, sin que ella pudiera sospecharlo, cambiaría para siempre la historia de la ciudad y la suya.

 

En casa, además de los padres, eran ocho hermanos, dos de los cuales murieron pronto. Una familia numerosa, pero muy unida, donde destacaba el cuarto de los vástagos por sus dotes para el cante flamenco, en el que se inició desde niño, alternando su oficio de limpiabotas con su interpretación de fandangos en fiestas y reuniones.

 

En José, que así se llamaba el joven cantaor, era público y notorio su pasión por la Virgen de la Soledad, a la cual todos los años por Semana Santa acudía a cantarle las saetas desde la ventana del Hotel Madrid en la Plazuela de la Soledad.

 

Pero continuemos con nuestra historia en torno a María; una historia que marcará para siempre a Badajoz por tener uno de los orígenes jazzísticos más excitantes de la península ibérica.

 

¿Qué pasó?, se preguntarán ustedes con toda la razón del mundo.

 

Pues algo que, pensándolo detenidamente, solo ocurre en las películas americanas: esas historias inexplicables y únicas que a veces, en raras ocasiones, cambian el curso de la vida de una persona o de una comunidad.

 

Y créanme lo que les cuento; aquello que iba a ocurrir en aquella muy lejana y provinciana ciudad extremeña, solo podía pasar por la extrema confluencia de los astros. Y ocurrió y verán de qué forma.

 

Pero déjeme que les cuente en primer lugar cómo era María, nuestra inocente y hermosa jovencita a la que la música vendría a cambiar su destino.

 

María era un ángel: hermosa, risueña, trabajadora y, ante todo y sobre todo, poseedora de una piel fundida al sol que destacaba aún más su extrema belleza. Era el ojito derecho de sus padres y de sus hermanos, y la joven a la que todo el barrio adoraba por su alegre y vivaz coqueteo.

 

Y ese alegre y vivaz coqueteo es el que exhibía esa mañana camino del Hotel Madrid para realizar el encargo que su padre le había dado para su hermano José.

 

Desconocía, como no podía ser de otra manera, que la noche anterior una orquesta americana de jazz había llegado a la ciudad y que se hospedaban en el hotel en que su hermano hacía sus primeros pinitos con su portentosa voz y portentoso talento.

 

Decían de José los entendidos que lo escucharon en directo, que cuando subía no tenía techo, luego bajaba y hacía los mejores bajos que en la historia del flamenco se conocen; que su voz, velocidad, limpieza, seguridad, musicalidad y eco flamenco, que lo hacían sonar distinto a los demás.

 

Cerca del hotel, en la calle de San Pedro de Alcántara, tuvo su primera parada mañanera. Las vecinas, amigas de su madre, le preguntaban por la familia y, especialmente, por su hermano José. María, con la inocencia que toda joven luce a esa edad, daba pelos y señales de los asuntos domésticos.

 

Tras un largo rato de palique, recordó el mandado de su padre. “Madrina, me voy corriendo a buscar a José”, fueron las palabras que dedicó a la mayor de las vecinas con las que había perdido la noción del tiempo.

 

Aceleró el paso y, en un santiamén, se encontró frente a la puerta del Hotel Madrid. Un hotel con alma en pleno corazón de la ciudad. Un lugar donde, más allá de una decoración cuidada hasta el último detalle, una atención impecable y unos servicios exclusivos, el establecimiento transmitía a sus huéspedes sensaciones que superan lo material, que hacen sentir a quienes se hospedan bajo su techo que el lugar ha sido testigo y parte de la historia.

 

Y allí, en el Hotel Madrid, sitio de esparcimiento musical del hermano de nuestra protagonista, tendría lugar el flechazo entre María y aquel joven músico americano, apuesto y de una piel muy distinta a las que paseaban por las provincianas calles de Badajoz.

 

Aquella orquesta americana, después de visitar el Gran Kursaal de San Sebastián y tras algunas actuaciones en el casino de Biarritz, de camino hacia el norte de África, habían decidido descansar, durante tres jornadas, y actuar en una provinciana ciudad llamada Badajoz de la que por supuesto nunca habían oído hablar. Llevaban camino de Tánger el espectáculo The Chocolate Kiddies, con música de Duke Ellington, encabezado por el afamado pianista Sam Wooding y acompañado por el joven trompetista Doc Cheatham.

 

Tánger, crisol de culturas donde convivían sin mezclarse judíos, cristianos y musulmanes, era una ciudad abierta, en la que cada grupo social y étnico conservaba su identidad. El español era el idioma común. Durante veinte años, entre 1940 y 1960, la ciudad era una zona internacional, refugio de escritores, intelectuales, artistas… zona de juergas y excesos sexuales de millonarios excéntricos, mapa de agentes secretos, zoco de timadores, bolsa de especuladores y estafadores, hotel de los amantes de la buena vida… Tánger era como una potente bombilla que atraía a todo tipo de criaturas nocturnas.

 

Después, tras la partida de la orquesta americana, sabríamos que Doc Cheatham había manifestado: “el jazz era nuevo en Badajoz, pero Badajoz era también algo nuevo para nosotros, así que la reacción fue recíproca y por el trato que teníamos con la gente parecía que nos conocíamos de toda la vida”.

 

Y resulta que, tras una noche de asfixiante calor, Doc Cheatham salía a pasear por la ciudad. Nada más traspasar el umbral de la puerta del hotel y ya con un pie en la plaza acertó a ver a María.

 

Los flechazos forman parte de la vida y producen una experiencia de magia para quien siente que, en cuestión de un instante, algo ha cambiado en su vida. Y eso es lo que estaba pasando entre María y Doc. Algo que no parecía que pudiera tratarse de una visión efímera y sí, por el contrario, del inicio de un sentimiento profundo y duradero.

 

Aquella situación fue una sorpresa para nuestros protagonistas; no había palabras, solo miradas y más miradas. No existía el destino planificado de antemano, con lo cual cada uno escogió su propio camino. Pero los dos, eso con seguridad, experimentaron la curiosidad por conocer más a esa persona, imaginando cómo es ese alguien a quien visualizas de un modo que no es real.

 

María quedará turbada; corriendo vuelve a casa sin dar las instrucciones de su padre a José. Doc, algo más avispado en la vida, caminará por la ciudad sin rumbo y con la mente puesta en aquella maravillosa y hermosa muchacha que había encontrado a las puertas del hotel.

 

Nuestro joven músico tomará la subida de la calle San Pedro de Alcántara camino de la Alcazaba y la Plaza Alta. Le han comentado lo hermoso del lugar y desea verlo con sus propios ojos. Para ello comenzó a caminar en dirección a la calle San Pedro Alcántara; un caminar sin rumbo fijo que le llevaría a desembocar en la puerta del Capitel, una de las entradas a la Alcazaba árabe.

 

Todo lo que encontraba a su paso era para él un mundo desconocido; un mundo muy distinto a su Nashville natal. Solamente por buscar similitudes, relacionaba el calor con el de su tierra. Los otros elementos: el color de las edificaciones, el olor que desprendían las calles o la vestimenta de los lugareños eran un acicate del paseo.

 

Tampoco su figura pasó desapercibida para los badajocenses que a su paso encontró. Su forma de vestir, el color de su piel o su estilizada figura eran todo un reclamo de la curiosidad de hombres, mujeres y niños.

 

La mañana y el calor invitaban a refrescarse. Frente a la puerta del Capitel observó que existía una bodega muy ambientada por lugareños. La bodega, concretamente la Bodega San José, era el lugar ideal para calmar la sed y poder, además, compartir algún comentario con los lugareños.

 

Conviene resaltar que Doc Cheatham se defendía con corrección en castellano, gracias a su amistad con emigrantes gallegos llegados a la nueva tierra prometida.

 

Para el gallego de la época, América representaba el Paraíso, el país de Jauja, donde todo aquel que trabajase podía hacerse rico y obtener cuanto desease. Esta imagen fue acrecentada por la correspondencia de los emigrantes con sus lugares de origen (que enviaban noticias muchas veces no del todo verdaderas, exagerando las oportunidades y callando los sacrificios y penalidades a que estaban sometidos) y sobre todo por los que regresaban con "buena facha, traje elegante y gruesa leontina en el reloj". Habían partido pobres y analfabetos y regresaban ricos e "ilustrados". Estos indianos fueron la mejor publicidad para la emigración. Encarnaban el triunfo, el sueño realizado de cambiar de vida, de romper con la miseria y el atraso; la posibilidad de alcanzar un nivel de vida más digno. América no era solo un mercado de trabajo, fue además "una reserva de esperanza que funcionaba como tierra de promisión en el subconsciente colectivo del país".

 

Y así, con su predisposición a intimar con los lugareños y junto al carácter alegre de los parroquianos, Doc dedicó gran parte de la mañana a recorrer la ciudad y a escenificar aquel proverbio italiano que decía que existen cinco buenas razones para beber vino: la llegada de un huésped, la sed presente y venidera, el buen sabor del vino y no importa que otra razón.

 

Y entre copa y copa, pudo empaparse de una ciudad preñada de rincones con encanto y con un patrimonio propio de una ciudad marcada por guerras y asedios.

 

Mientras, María ha llegado a casa y, de manera nerviosa y entrecortada, le ha comentado a su madre y hermanos la visión que había tenido con aquel apuesto y extraño extranjero.

 

Doc, de vuelta al hotel, saldría varias veces a la puerta pensando en volver a ver a aquella hermosa joven. Pero no; el destino parece que le había deparado una efímera y hermosa visión sin posibilidad de continuidad.

 

Doc, entregado a su vida de músico, desconoce las intensas negociaciones, idas y venidas, del gerente de la orquesta a la búsqueda del lugar donde se producirá el concierto que les ha traído hasta ciudad tan lejana. Escucha que la duda se encuentra entre dos lugares.: el Royalty o el Centro Obrero.

 

El Royalty, un lugar muy cercano al hotel, en la calle Chapín, es un salón de cine y teatro que, en ocasiones, alberga funciones como salón de baile. Era un lugar para la gente artesana, gente humilde que no podía realizar grandes desembolsos en la entrada.

 

El Centro Obrero, en la calle Ramón Albarrán, era otro lugar dedicado al el disfrute de los obreros; obreros que debían ser socios del lugar. Contaba con un amplio salón adonde asomaban las plantas principal y segunda con sus barandas y asientos.

 

Sería este último, el Centro Obrero, el lugar escogido para la actuación de la banda americana.

 

“Mamá, ¿puedo ir a la fiesta de los americanos?”, será lo primero que María preguntará a su madre al llegar a casa. La ciudad es un hervidero de comentarios y en un lugar como el que vive María, un lugar donde la música y la fiesta son de obligado cumplimiento, no puede ser un acontecimiento que pase de largo. “María, atiende tus obligaciones y déjate de historias”, será la desilusionante respuesta de su madre.

 

María, en su inocencia, no cae en el desánimo; sabe que la actuación es mañana y que cuenta con múltiples razones y argumentos para convencer a su madre. Sabe, por experiencia, que el mejor argumento es su hermano José.

 

El calor será la tónica imperante de esas fechas. El calor sofocante del día será el acompañante de las labores domésticas y profesionales. Las noches, con un calor asfixiante, será el motivo para que los lugareños puedan sentarse a las puertas de sus viviendas y dar rienda suelta, según costumbres y etnias, a tocar las palmas a compás. Por alegrías, soleá, sevillanas, tangos, seguiriyas… porque del flamenco también se puede disfrutar a través de las manos, uno de los cuatro pilares del arte jondo: cante, baile, toque y palmas.

 

Y al calor del cante, el baile, el toque y, sobre todo, las palmas, María comenzará a preparar su presencia en el acontecimiento musical de la década en la ciudad de Badajoz.

 

Aquella noche de viernes, María junto a sus familiares han subido, como de costumbre, hasta la Plaza Alta; allí encontrarán una plaza repleta de gente que se prepara para disfrutar del sábado y el domingo. Una preparación que en un lugar como aquel debe estar acompañada de una fiesta improvisada alrededor del arte que corre por las venas de los lugareños.

 

Se palpaba en el ambiente que iba a ser una noche de cante grande y mucho más, después de comprobar el ánimo y la predisposición con las que los presentes llegaban hasta la plaza; ese escenario improvisado que tanta historia tiene y que hace que a los cantaores les recorra un hormigueo por la espalda antes de arrancar sus gargantas.

 

Comenzaba la noche con aires caracoleros de zambra y se anunciaba cómo le dolía el alma al cantaor de tanto llorar. Y si no para llorar, sí para emocionarse ahí dejó un ramillete de potentes soleares, sentidas que llegaban al alma. Y si por soleá emanaba emoción, con otra serie de siguiriyas, con ese remate por cabal, se dolía y transmitía el drama y la tragedia.

 

Y así, de esa manera, se puso en marcha el ventilador, la máquina de la bulería y el público movía la cabeza, llevaban el compás con el pie y algunos soltaban las palmas sin querer, o vaya usted a saber, tal vez queriendo.

 

Y llegó José con su arrolladora personalidad, con el riesgo y la improvisación que le ponía al cante, dejando uno de esos momentos que quedan en nuestra memoria.

 

Tanto es así que, como había previsto María, la alegría de la fiesta fue el motivo o detonante que dio paso a que los padres de María autorizaran la presencia de la niña en la fiesta de los americanos. Eso sí: “José será la carabina”, sentenció la madre. “¿Oíste, José?”, remacho el padre.

 

Con el tumulto y la alegría que había en la plaza, nadie había reparado como varios músicos americanos, con Doc a la cabeza, alucinaban con lo que veían y, sobre todo, con lo que escuchaban.

 

Aquello duró hasta bien entrada la madrugada; tanto fue el tiempo que se alargó el jolgorio que hasta permitió un encuentro furtivo y casto entre María y Doc.

 

El sábado amanecía repleto de resaca; una resaca no solo provocada por el vino que había corrido durante toda la noche, sino también por la explosión de emociones que allí se compartieron.

 

Las horas pasaron con rapidez y a la hora indicada, ocho de la tarde, todo Badajoz, todo aquel que pudo, abarrotaba el amplio salón de actos con doble galería volada del Circulo Obrero.

 

La orquesta había estado ensayando a lo largo de la tarde. Una tarde infernal como casi todas las de ese verano. Una tarde en la que María no sabía qué ponerse y en la que no paraba de hablar, corretear y decir cosas sin mucho sentido entre vecinas y familiares.

 

El jazz viene de la música popular y además es como un grito para la igualdad social; características que le igualan al flamenco. Es por ello por lo que todo estaba preparado para lo que iba a ocurrir aquella tarde noche en Badajoz, para que fuera el origen de otras voces musicales que años después fructificarían en España.

 

Fue la primera vez que el público de Badajoz podía disfrutar de una auténtica banda negra de puro jazz americano por estas tierras y el shock fue tan tremendo como productivo. Después, cuando los gitanos se sumaron a la fiesta, la confluencia de música y de culturas se aliaron aquella noche. Un público electrizado que disfrutó de la música negra, el swing y el flamenco en un solo paquete siendo trasportados hacia viajes diferentes en los que no hubo tiempo para dejar de disfrutar.

 

Un medio de comunicación nacional, ABC, escribía sobre el concierto: “interesante y animado, dentro de su carácter extravagante y estridente”.

 

Pero donde se desbordó el entusiasmo del público fue en la intervención de José, el hermano de María, que con su poderosa voz y personalidad paseó en triunfo toda la noche por el escenario del Centro Obrero entre clamorosas ovaciones.

 

Y lo cierto es que, en aquel maravilloso desbarajuste de personas y estilos musicales, María y Doc corrieron a encontrase y a prometerse amor eterno.

 

José continuaba en la cresta de la ola; su espectacular actuación, junto con una orquesta de jazz, le había nublado el sentido. Él no lo sabía, pero con su actuación de aquella noche, el flamenco fusión se ensayó en la España abierta de la II República casi tres décadas antes de que lo consolidaran John Coltrane y Miles Davis.

 

También, sin quererlo, había abierto la puerta y sembrado la semilla que años después germinaría de la mano de un grupo de “locos maravillosos”, como les nombró Fernando León, que pusieron en marcha el Festival de Jazz de Badajoz.

 

Pero dirán ustedes que he olvidado a María, nuestra protagonista y verdadera semilla del jazz en Badajoz; y no es así. ¡Verán por qué!

 

José, en lo más alto de su éxtasis musical, se percató que María había desaparecido. Y recordó que estaba de “carabina” de la niña. “Mal asunto”, pensó recordando la instrucción de sus padres.

 

Corrió, preguntó e imaginó dónde podría estar su hermana del alma. Y así fue cómo encontró a María junto a Doc. Era una escena entrañable, muy respetuosa, como sacada de un cuento de jóvenes enamorados con un destino de difícil solución. Una solución que seguro ustedes imaginan.

 

¡Acertaron!

 

Doc Cheatham, un trompetista elegante y mítico, cuya carrera floreció en su tierra cuando tenía sesenta años para convertirse en una de las más célebres estrellas del jazz.

 

Y María, nuestra tierna y encantadora protagonista, era aquella amable anciana que todos los viejos aficionados al jazz de Badajoz recuerdan que podían ver siempre al fondo del teatro.

 

Seguramente, esperaba un nuevo concierto de Doc.

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