el funcionario,
un cacho de carne con ojos
en mangas de camisa,
dice:
todas las cosas
de metal que tenga,
sáquelas y déjelas
sobre esa mesa.
luego, mi abuela,
apoyada en su muleta
(hace un año
se rompió la cadera
al caer de espaldas al suelo
mientras limpiaba los cristales
de la ventana de la cocina
subida encima de una banqueta),
pasa por el detector
de metales y el detector
emite una serie de pitidos.
a lo mejor es la muleta
dice mi madre.
¿puede andar sin ella?
le pregunta el funcionario.
bueno, sí, pero no querrá que
que se la de a usted
y que vuelva a pasar.
y mi abuela,
su largo pelo blanco
recogido en un moño
por detrás de la cabeza,
un pañuelo negro cubriéndola,
hace lo que le ordenan
y, aunque cojeando,
consigue que el detector
de metales pite otra vez.
a ver, quítese ese pañuelo.
mi abuela obedece.
seguro que son esas horquillas,
así que haga el favor
de soltarse el pelo.
mi madre explota:
¿pero no se le cae a usted
la cara de vergüenza
al hacer que una persona
tan mayor tenga
que pasar por todo esto
para ver a su nieto?
¿quién se cree que somos nosotros?
¿es que no sabe usted
distinguir a la calaña
de las personas honradas?
pero ya mi abuela,
con su vestido gris,
está pasando otra vez
por el detector de metales
con idéntico resultado
que las dos veces anteriores.
y el funcionario,
un cacho de carne,
dice:
quítese el vestido.
si quiere puede doblarlo
y colgarlo del respaldo
de esa silla de ahí.
mi madre está tan indignada
que no le salen
ni las palabras;
y mi abuela,
cojeando,
despeinada,
en enaguas,
consigue cruzar al otro lado
del detector de metales
sin ser delatada.
ahora ya puede vestirse
y pasar al locutorio
dice el boqueras.
no tiene usted
perdón de dios
dice mi madre.
y mi abuela, que al ir
a ponerse el vestido
ha encontrado en el bolsillo
una moneda suelta,
se acerca al boqui
y le dice:
perdón, señor,
¿sería esto lo que sonaba?
y le pone delante de los ojos,
a modo de espejo en miniatura,
una peseta
con la cara de Franco
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