Un doce de mayo de 1983 tenía mi primera oportunidad de escuchar en vivo a una de las grandes leyendas del jazz nacional y europeo; me refiero a Tete Montoliú.
Tete Montoliú puede estar orgulloso del estupendo concierto que nos brindó acompañado de sus inseparables Horacio Fumero y Peer Wyboris, su sección rítmica de confianza. La iluminación y la puesta en escena de la magnifica sala del Complejo Cultural San Francisco de Cáceres hicieron el resto. ¡Pura magia!
En cualquier caso, no solamente guardaré recuerdo de la música que nos ofreció; también de la anécdota que me ocurrió poco antes de comenzar el concierto.
Había entrado un momento en los servicios de hombres, yendo a situarme cara a la pared, donde uno se sitúa en tales lugares. El mingitorio vecino, separado del mío por un pequeño panel de mármol, estaba ocupado por un individuo, y allí nos aliviábamos ambos, codo con codo, cada uno ocupado en su asunto. De pronto, a media faena, miro a mi acompañante de faena y exclamó: «¡Anda la hostia, si es Tete Montoliú!». Imaginen mi situación. Aun así, con cierta presencia de ánimo, hice lo que pude: sin desatender la delicada operación en que me hallaba, sonreí y, algo cortado, dije buenos tardes. Mi vecino de toilette también quedo sorprendido, porque no satisfecho con mí expresión de asombro, se aplicó unas sacudidas monumentales en el instrumento para acabar pronto, dijo «tanto gusto» y me tendió, por encima del panel de mármol, una mano franca. No sé qué habrían hecho ustedes en mi lugar. Yo tenía ambas manos ocupadas, por supuesto, donde pueden imaginar. Pero en la estrechez de aquello, no había escapatoria. Además, la sonrisa del fulano era feliz, resplandeciente de puro sincera. De verdad se alegraba de verme allí (como es evidente, esta expresión es un puro recurso literario). Así que, resignado, liberé la diestra lo mejor que pude, y con ella estreché la de mi admirado Tete.
Tete Montoliú puede estar orgulloso del estupendo concierto que nos brindó acompañado de sus inseparables Horacio Fumero y Peer Wyboris, su sección rítmica de confianza. La iluminación y la puesta en escena de la magnifica sala del Complejo Cultural San Francisco de Cáceres hicieron el resto. ¡Pura magia!
En cualquier caso, no solamente guardaré recuerdo de la música que nos ofreció; también de la anécdota que me ocurrió poco antes de comenzar el concierto.
Había entrado un momento en los servicios de hombres, yendo a situarme cara a la pared, donde uno se sitúa en tales lugares. El mingitorio vecino, separado del mío por un pequeño panel de mármol, estaba ocupado por un individuo, y allí nos aliviábamos ambos, codo con codo, cada uno ocupado en su asunto. De pronto, a media faena, miro a mi acompañante de faena y exclamó: «¡Anda la hostia, si es Tete Montoliú!». Imaginen mi situación. Aun así, con cierta presencia de ánimo, hice lo que pude: sin desatender la delicada operación en que me hallaba, sonreí y, algo cortado, dije buenos tardes. Mi vecino de toilette también quedo sorprendido, porque no satisfecho con mí expresión de asombro, se aplicó unas sacudidas monumentales en el instrumento para acabar pronto, dijo «tanto gusto» y me tendió, por encima del panel de mármol, una mano franca. No sé qué habrían hecho ustedes en mi lugar. Yo tenía ambas manos ocupadas, por supuesto, donde pueden imaginar. Pero en la estrechez de aquello, no había escapatoria. Además, la sonrisa del fulano era feliz, resplandeciente de puro sincera. De verdad se alegraba de verme allí (como es evidente, esta expresión es un puro recurso literario). Así que, resignado, liberé la diestra lo mejor que pude, y con ella estreché la de mi admirado Tete.
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